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sábado, 15 de octubre de 2005

Una historia para un mendigo


Esta historia es real, como la vida misma, hace una año más o menos que desapareció ese hombre de su banco del parque, le gustaban mucho los perritos , y era muy amable .
No se su nombre pero , en mi corazón estará y para èl le escribí estas líneas:

LA MÁS BELLA
FORMA DE VER LA ILUSIÓN
DE LA MIRADA DE UN VAGABUNDO
QUE NADA EN UN VASO
INTENTANDO RESPIRAR
INTENTANDO VER EL FONDO
QUE NUNCA VERÁ
NUNCA SE ACABA EL VINO DE LA SOLEDAD
ALLI SENTADO ESTÁ
NADIE LO VE
PASAN LAS HORAS A SU ALREDEDOR
Y LE INVITAN A SOÑAR
PIENSA EN UN HOGAR
QUE JAMÁS TENDRÁ
NADIE LE DA UNA OPORTUNIDAD
SÓLO ES UN ESTORBO PARA LA SOCIEDAD
DICEN QUE ESTÁN ALLI POR SU SITUACIÓN
Y YO ME PREGUNTÓ POR QUÉ ??
NADIE LOS ACOMPAÑÓO
POBRE AMIGO QUE DORMÍA EN UN CARTÓN
EN UN BANCO DE UN PARQUE
Y QUE TODOS LOS DÍAS
ME DABA CONVERSACIÓN
ERA UN BUEN HOMBRE
PORQUE NADIE LO VIO ?
UN DÍA SALI A LA CALLE
CON MI PERRO A PASEAR
Y YA NO ESTABA
NUNCA VOLVIÓ A SONREIR
CON AQUEL GORRO DE LANA
CON ESA MIRADA PÍCARA
CON LAS MANOS EN LAS RODILLAS
UNA CHAQUETA DE PANA
ME CONTABA HISTORIAS
CON SUS VIEJAS FOTOGRAFÍAS
DOS HIJOS , DOS DESALMADOS
QUE LE DEJARON MORIR EN UNA ESQUINA
NEVANDO Y MURIENDO DE FRÍO
YO LE DABA ALGÚN DINERO PARA COMER
SIEMPRE QUE PASABA
ALGÚN BOCADO QUE LLEVARSE A LA BOCA
ME LO AGRADECÍA CON UNA SONRISA
ESTARÁ EN EL CIELO ?
DONDE ESTARÁ?
NO LO SE
HABRÁ CAMBIADO SU SUERTE ?
ESPERO QUE TE VAYA BIEN AMIGO SIN NOMBRE AMIGO DE LA SOLEDAD DE UN BANCO

Encontré esto leyendo por ahí sobre la opinión de Eduardo Galeano La Jornada, 29 de septiembre

Para triunfar en la vida, los mendigos estudian. Espiando la tele, en bares y vidrieras, los mendigos reciben lecciones de los maestros del oficio. En la pantalla chica, ellos asisten a las clases impartidas por los presidentes latinoamericanos, que pasan el sombrero en las conferencias internacionales, y que practican el arte de implorar en sus periódicas peregrinaciones a Washington.
Así, los mendigos aprenden que la verdad no es eficaz. Un buen profesional no pide para el vino:
extiende la mano suplicando una caridad para llevar a la anciana madre al hospital, o para pagar el cajón del hijito que acaba de morir, mientras con la otra exhibe la receta médica o el certificado de defunción.
Los mendigos también aprenden que algo hay que ofrecer, a cambio de la limosna. Ellos tienen la calle por patria, carecen de territorio: no hay suelos, ni subsuelos, ni empresas públicas, que puedan entregar. Pero pueden prometer un lugar en el Cielo: no me obligue a robar, Dios también pidió, lo dice la Biblia, Dios se lo pague, Dios lo tenga en la Gloria.
Cada vez que la caridad ocurre, la cárcel pierde un preso y el Paraíso gana un habitante.

Ciertamente, ser mendigo no es ni debería ser un oficio. Pero no menos cierto es que las condiciones sociales existentes han posibilitado que un modo de vida obligado por circunstancias se convierta también en producto de la voluntad, en individuos que si bien no escogen las calles (sino que no tienen más remedio que vivir en ellas), sí deciden sobrevivir arrastrando su penosa indigencia en busca de almas caritativas y bolsillos conmovidos.
Una de las muestras de que Lima ha caído en un abismo social y económico son las apariciones, en cada cuadra, de mendigos. Gente en condiciones realmente inhumanas, que ha vuelto su condición un estilo de vida, y que ha convertido las calles y las pistas de esta ingrata y gris ciudad en hogar, en morada de muerte y decadencia.
Enfermos desahuciados, orates, desempleados, innumerables personajes desfilan ante nuestros ojos mostrándonos el espectáculo de su indigencia, recordándonos cuán dichosos somos de tomar estas calles sólo como paso hacia algún otro destino.
Para los mendigos, la calle es el destino y su miseria, ornamento en consonancia con esta ciudad en decadencia y también deshauciada.
Muchos de ellos sólo lucen un cartel y ni siquiera estiran la mano: para ello depositan un bote o taza en el suelo y reciben la buena voluntad. Otro más bien, generalmente los tullidos, se instalan en cualquier esquina e imploran con fervor la compadecencia de los otros. Otros hay, en cambio, que se atreven a subir a los micros a lucir sus miserias.
Y nosotros, consumidores de pobreza extrema por excelencia, pagamos por ver las muestras de tan devastador espectáculo social, tan sólo por el alivio de nuestras conciencias, desveladas por la desdicha mayor del otro.

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